Bienvenidos

La clase media Argentina vive dando a conocer cosas que en su intimidad, no llevan a cabo. Las miserias, hipocresías, karmas y dolor, existen en todas las familias; hasta en la más ejemplar. Nada es tan floral.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Laura y Fernando

Son las 4:33 de la mañana; en el aire de la habitación de Laura, hay un olor extraño, un perfume que conozco... lo recordé: es el aroma de la carne femenina y la masculina chocando y chocando. Tac, tac, suenan los muslos del supuesto homosexual de fernando, contra las piernas como las alas abiertas de una blanca paloma, de Laurita. El sudor del verano hace que ese perfume traspase por debajo de la puerta hasta llegar al pasillo. Hermoso olor a sexo prohibido.
El afeminado dá los últimos bombeos dos minutos después, la mejor parte, la recta final, en la que muchas veces parece que los dos podrían llegar al "paraíso" en el mismo momento. Agarra la pija y la sacude de semen afuera de la cama, en el suelo.

- No... -dice casi sin importancia Laura.
- Qué...
- Nada, ya está.

Se queda cada uno en un extremo del lecho, llenos de secreción. Si fuera invierno, se hubieran quedado con las piernas entrelazadas; pero el calor obliga a que cada uno se quede reflexionando en su rinconcito sexual de sábana rosa mojada. Laura con una mezcla de culpa y excitación; Fernando en la posibilidad de voltearse a un chico de la facultad y a ella juntos. Nunca lo hizo con un hombre y una mujer al mismo tiempo, siempre tenía una etapa en que le gustaban las mujeres o los hombres. Ahora quiere experimentar con ambos de manera Activa. O tal vez en que le rompan bien el orto y, al mismo tiempo, él penetrando a la mujer. Si al principio dije que el aroma del sexo es la carne de una mina y un tipo, la del sexo bisexual es la de un vestuario de natación. Muy complicado.

- Tengo sed -dice Fernando, de manera afeminada, mientras acomoda la almohada en el marco de la cama y se sienta.
- Ahí traigo jugo.

Laura busca por todos los rincones de la habitación la tanga que revoleó en el éxtasis. Revuelve y revuelve y por fin la encuentra. Se pone un pantaloncito corto cualquiera, una musculosa y baja descalza, con puntas de pie.
Al llegar a la cocina, prende la luz y...

- ey...
- ¡Ay! ¡Qué hacés a oscuras, papá!

Ernesto yacía en un costado sombrío, como buscando en la oscuridad a su difunta. El insomnio puede volverte loco de una madrugada a la otra, y él lo sabe muy bien.

- Me quedé sin pastillas, no puedo dormir.

Ella razona entre quedarse y hablar con él o llevarse la jarra de jugo y ya, pero siempre la verguenza familiar o el miedo de decir una torpeza, puede más.

- Bueno, tratá de dormir.
- ¿Con quién estás? -dice seguro de que está con alguien, al ver que sube la jarra entera.
- Estoy con Fer, me está ayudando con una materia que me tiene repodrida.
- Ah... Fernando. El chico gay -acota machista, burlesco, sonriente.
- No le digas así.
- Bueno, perdón.

Y se va hacia arriba con el tang de naranja frío. Llega y Fernando está haciendo zapping en boxer, con las piernas cruzadas, como si fuera Napoleón Bonaparte esperando a su amante en su mansión.

- Rata de mierda, ¿no había coca? -recrimina con esa confianza que las mujeres sólo le permiten a un "loquito lindo" (como dicen ellas, no yo) o a un amigo homosexual.
- Es lo que hay.
- Bueno, pasame esa mierda.
- Vení a buscarla.

No va. Se queda cambiando canales y mirando sin ver la televisión. La buena de Laura se dá por vencida y le sirve en un vasito. Se lo pasa y el chico sonríe cínico, como una carcajada muda de Lucifer.

- ¿Al boludo de tu noviecito también le servís jugo? ¡Ah, no! A él seguro le traés coquita...
- Callate un poco, infeliz -dice meintras se aleja algo ofendida.
- ¿Qué, me vas a decir que no lo consentís?

Cuando Fernando se pone manipulador, a hablar mal de su novio, a ella le invade una negrura, y se le cruza por la tv de su mente los buenos o peores momentos junto a su pareja o, peor aún, a sí misma vomitando por las mañanas y las noches; a su madre mirándola desde arriba (las personas ilusas suelen imaginar a los muertos desde arriba), negando con la cabeza y con la impotencia de ver a su hija autodestruyéndose y siendo una de esas "mosquitas muertas" que hacen cornudo a su novio.
La noche termina con ella resignada, abrazada al promiscuo, mientras él, considera entre echarle otro polvo o simplemente mirar una película de terror empezada.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Navidad por la tarde. Papá

Los invisibles ojos del sábado navideño vieron al pilar de la familia (Ernesto) con una leve resaca y el estómago revuelto por las comidas típicas de las hediondas fiestas. Luz quedaría a cargo de sus tías en el barrio de Villa del Parque, mientras que los más grandes saldrían con los suyos.
Primero fue hasta su estudio (un cuartito con aire acondicionado para él que tiene en el primer piso de la casa) a navegar por la jungla internetística. Fue directo al grano, ni siquiera se le dió por escuchar a su admirado y desestresante Bach; páginas de acompañantes. "Escorts", como se les dice en el ambiente. Putas, como les decimos todos.
Primero lo sedujo las fotos de una veinteañera con los cabellos dorados y un aro en la panza; luego se obsesionó con una morocha de ojos verdáceos (aunque le excitaron más sus manos, imaginando cómo la prostituta lo pajease). Manos a la obra; llamó, la atendió la telefonista y arregló el encuentro con la chica de las manos trabajadas.
El privado se encontraba en la calle Esmeralda; cerca de su oficina. En la semana el microcentro se repleta de autos y psicoticos, pero ahora estaba despoblada, así que puso a Mozart en la compactera, encendió un Marlboro noventero y, sonriendo con la pija engomada, pisó el acelerador con poca moderación. Quería que la "piba de las manos" no se esfumara de su enfermiza mente al llegar; para que la fantasía siguiera hasta el momento en que su volcán de carne expulasara la blanca lava. Con esas metáforas pensaba el tipo, enfermizo por el sexo, poseído por su envejecido pene.

Cuando tocó el timbre del privado (así le dicen los viejos putañeros como Ernesto), el corazón comenzó a correr ida y vuelta y a rebotar como en esas colchonetas inflables. La adrenalina del encuentro. Pero por qué carajo me pongo nervioso, ¡si es una puta!, pensó, con miedo a que no le funcionara el asunto. Maldijo no haber tomado medio viagra. Al fin lo atendió la cafishio. Entró y lo hizo sentarse en "el sillón de la espera".
Por equivocación, primero desfiló ante él una veterana teñida de rojo; se excitó el degenerado, pero decidió explicar que quería a la morocha. Cuando, frustrada ella, se fue dándole la espalda pensó: "Tenía lindos brazos la vieja... "

Y llegó su fantasía. Ojos verdes bien radiantes lo iluminaron a las almendras oculares del tipo, como un ovni, capturándolo con sus rayos y llevándolo a un mundo mejor, fuera de este infierno. Después fue a lo suyo; las manos. No estaban como en la foto. Puteó in-mente y se decidió por ella, un tanto frustrado.

Una vez que el tipo se la cogió algo inerte, acabó y la trabajadora del sexo fingió un orgasmo, Ernesto sacó un cigarrillo y le pasó otro a la putita.

- Y, contame, lindo... ¿a qué te dedicás? -aventuró ella.
- Soy policia -pudo haber mentido mejor, pero decidió comentar rápido, con el sabio conocimiento de que los que más frecuentan puterios, son los policías y los ladrones.
- Ah...
- ¿Y vos hace mucho te dedicás a... ésto?
- No, hace dos meses -también mintió ella.
- Ah.

Lo que más lo martirizaba de pagar por sexo, era cuando acababa; se creía un infeliz y la cara de su ya engusanada esposa le merodeaba por todos los cables del "mate". Sentía ganas de salir corriendo e ir a buscar "amor verdadero" en algunos de esos tristes "solos y solas", pero cuando el pucho se terminó, la mina fue hacia abajo para endurecer a su maquinita y olvidó toda culpa.


Cuando se sentó en el auto para pasar a buscar a su hijita, sacó de la guantera unas fotos, las relojeó con gotitas de lágrimas en sus pestañas, le puso Play a Mozart y enfiló para lo de su hermana, la gorda niñera.

- ¡Viejo! -gritó la malcriada cuando por la ventana lo vio estacionar.

Tocó bocina, sin ganas de sociabilizar con la católica de su hermana y su esposo (siempre se las arreglan para sacar temas depresivos, y explicarle que su esposa está en un lugar mejor -¡y claro que va a ser un lugar mejor que este infierno! piensa siempre-).
La pibita se sentó en adelante, la única que todavía no fue tocada por las miserias de este mundo. Ernesto le hizo preguntas demagogas, mientras Lucesita respondía con acotaciones propias de un niño prodigio, como los sueños de una casita del árbol. Él, ya rejodido y podrido como una manzana, la ignoró, asintiendo sin escuchar sus brillantes y puros pensamientos.

25 de diciembre a la mañana

Los ventanales de los hermanos Ferrari, eran asquerosamente iluminados por la inmortal bola de fuego que llaman sol, calentando así las veredas del barrio de Floresta.
Primero se despertó Nicolás, en boxer, transpirado más por el alcohol que por los 37º (sumado al humo de los autos). Laura abrió sus "persianas" dos minutos después, en culotte, sin más. Ambos salieron de sus cuartos y se cruzaron en el pasillo; el pibe apuró paso y le ganó el baño.

- Hijo de mil puta... -murmuró la nena.


Nicolás

Es esbelto, por el gimnasio y por la falta de apetito que le produce la cocaína, que esnifa con fervor de lobo los jueves, viernes y sábados. Y a veces los miércoles. Y así, ya desnudo -pareciéndose a la estatua de espartaco- se mete en la ducha y no abre siquiera una pizca del agua caliente. El ruido de la ducha le permite ahora sí sonarse la nariz con libertad. El moco viene con un poco de sangre. "Qué asco, nunca más", piensa mientras se siente un desgraciado, y promete hacer real el teatro que lleva a cabo en su casa. (De más está decir que su familia jamás sospecharía de alguien tan exitoso como él; ya sea con las mujeres, el estudio, el trabajo y el deporte).
Termina de sacar hasta el último rastro de jabón en sus pelotas y se queda un minuto más en el agua fría. Pone en posición de jorobado el cráneo y deja ser a la "lluvia". Cierra la manija y se retira hacia el espejo. Un poquito de gel, dentrífico en sus dientes, cepilladita y a verse de todos los perfiles posibles. "Qué maricón", piensa mientras se ve por última vez el pelo bien peinado (o prolijamente despeinado). Sale del baño. Se cruza a la loquita de la hermana y ésta le tira un tiro de una 45 con la mirada; el chico le guiña el ojo, rozando el incesto.


Laura


Laurita... ¡tan sana, ella! ¡Tan recatada y encantadora! se saca la remerita que se puso para que nadie le viera las tetas antes del trayecto. Pero se la saca para no mancharla. Abre la ducha y se dirije al inodoro. Se arrodilla y ¡clac! se mete los "garfios" en la farije. Mete lo más profundo posible; si llegase al estómago, mejor. Sale el primer chorro de comida. Adios culpa. Se vuelve a metes los dedos en la garganta, ahora entran más y la cascada sale anaranjada como un guiso horrible de su papá. Lo hace por tercera vez y cae todo lo que falta (o lo que ella considera último). Años atrás, cuando comenzó a hacerlo, tenía que "succionarse" muchas veces más, pero el cerpo está acostumbrado al mecanismo de mujercita del nuevo milenio.
Había evitado al espejo; detesta verse antes de su rutina vomitiva. Pero, una vez realizada, se siente flaquita y merecedora de la pija de su novio y de la del amiguito bisexual y promiscuo, que ella lo disfraza como "completamente gay", para que nadie de su círculo sospeche lo que hace cuando nadie los ve.


Nicolás y Laura.

Bajan al piso en donde se reúnen todos a comer (o actuar). Bajan la escalera juntos, porque el chico se cambió y se perfumó, para ver a sus amigos luego. Ella todavía está vestida de entrecasa.
La piba primerea:

- ¿Mucha joda anoche?
- Tranqui... -responde él, mientras por dentro siente que el exceso de alcohol y droga le perfora su estómago y cerebro, como diciendo ¡aquí estoy, hipócrita!
- Bueno, bien. Te manda saludos Maru...
- Decile que ya le voy a dar a esa turrita -responde mientras se mete sin ganas en la boca una cucharada de zucaritas con leche.
- Mucho bla-bla vos.


Baja el padre, con sus pisadas tan particulares en la madera de las escaleras. "Ahí viene papá", piensan certeros, ambos hermanitos. El jefe de la casa saluda ala nena con un beso en la frente y al ejemplar hijo con una palmada rea en el musculoso hombro. Luego de saludos triviales, se quedan en silencio, ese silencio compartido que las miradas no pueden disimular: La casa se fue a la mierda con la muerte de la madre y ya ninguno volverá a ser el mismo.
De repente alguien baja corriendo. Es la "luz" de la casa. Y se llama también Luz.

- ¡Ey! -grita la chiquilla mucho menor que ellos.

Y todos sonríen, como quien encuentra una razón para seguir sin sentirse tan miserable.